The Turin Horse [1]
A torinói ló
(Hungría, Francia, Alemania, Suiza, EE.UU., 2011, 150 min)
Dirección:
Béla Tarr
Ágnes Hranitzky (co-directora)
Guión:
László Krasznahorkai
Béla Tarr
Intérpretes:
János Derszi
Erika Bok
Mihály Kormos
Béla Tarr es un prestigioso director húngaro, famoso por los larguísimos planos que hace, que con “The Turin Horse”, la película con la que se despide del cine, ganó el Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín de 2011. En ese mismo festival, la maravillosa “Nader y Simin, una separación” se alzó con el Oso de Oro. Saco esto a colación porque tanto la película de Tarr como “Nader y Simin” entran en lo que hace décadas se llamaba cine de arte y ensayo; y mientras “Nader y Simin” es una joya, “The Turin Horse” es un gran truño.
El problema viene en la manía que tiene la gente de etiquetar todo, para así ahorrarse pensar mínimamente: del mismo modo que se desprecia los blockbusters de Hollywood en masa, como si James Cameron y Michael Bay fueran lo mismo, se ensalza en conjunto el cine minoritario, como si “Nader y Simin” y “The Turin Horse” fueran lo mismo.
“The Turin Horse” es una plúmbea película de dos horas y media, con un final y un significado muy burdo, que narra, de forma muy monótona y repetitiva, cómo eran las condiciones de vida para un padre y una hija en una granja a finales del siglo XIX.
“The Turin Horse” lo tiene todo para deslumbrar a los críticos y a los intelectualoides, y para aburrir hasta la nausea al resto de los mortales: planos larguísimos, una fotografía excelente, muy pocos diálogos, una referencia a Nietzche (lo que provoca que varias personas añadan significado a las imágenes, cuando realmente no hay nada), y un ritmo que hace que ver crecer la hierba sea algo increíblemente emocionante. Por estos motivos, gente que dice haber disfrutado de la experiencia de “The Turin Horse” (lo siento, pero no me lo creo), destaca la poesía de la imágenes y lo bien que retrata la dureza de la condición humana.
Los primeros minutos no están mal. Los planos están muy bien construidos y están llenos de imágenes poderosísimas, que sí muestran perfectamente lo duro que era vivir en un pueblo en aquella época. El problema es que van pasando los minutos y no hay ni una pizca de desarrollo de personajes, ni siquiera de cómo son, y el aburrimiento te cae encima como una tonelada de plomo. Tampoco ayuda mucho que las acciones son iguales, y lo único que cambia Tarr es el ángulo de la cámara.
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János Derski |
Un poco más adelante, te das cuenta de que los planos larguísimos están llenos de tiempos muertos que se podía quitar, pero Tarr parece que es de los que para mostrar el aburrimiento tiene que aburrir (por esa misma regla, este tipo de directores para mostrar la muerte tienen que matar).
Cuando ya has bostezado unas cuantas veces por la rutina que llevan los personajes, Tarr la rompe con la llegada de un invitado inesperado: un tipo, que con la excusa de pedir aguardiente, suelta una parrafada sobre la manipulación que ha hecho la aristocracia de la religión. Yo estoy viendo una película hiperrealista, en la que los personajes gruñen y hablan con monosílabos, y entonces viene un tipo y suelta una parrafada filosófica, que además cuesta una barbaridad seguir, y no me creo que en la vida real se la soltara a esos personajes tan brutos. Pasa algo parecido cuando la hija se pone a leer el libro religioso, que tienes que hacer un esfuerzo enorme por entender qué está leyendo, y no te crees que ese personaje esté leyendo eso.
Lo más interesante (o lo único que no te provoca ronquidos) de la parte central es la llega de los gitanos y lo que sucede con el pozo. Y en la parte final Tarr se salta el hiperrealismo y se adentra en la metáfora para dejar claro que no hay esperanza para esos personajes con esa vida que les ha tocado vivir.
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